Llegué llorando, como niño chiquito y desamparado, y me refugié en los brazos maravillosos de María. Ella también tenía los ojos llenos de lágrimas. Cuatro paisas, en su mesa, no habían consumido, entre todos mas que una cerveza, estaban quebrados. Eran trabajadores electricistas despedidos por el presidente del empleo. Claro, le atinó usted, amiga no panista, amiga insumisa y zapatista, ellos, los paisas, que llevaban allí más de cuatro horas, rumiaban sus penas y lloraban la desdicha y el futuro, atroz y sangriento que les esperaba a ellos y a sus hijas y a sus hijos y a las madres de sus hijos. Una tragedia. Y no sólo son estos cuatro compas las víctimas del fascismo imperante, no, son millones y millones de mexicas que deben traer, como nosotros aquí, hoy, en Mi Oficina, las caras surcadas por el llanto. Yo llevaba unos cuántos devaluados pesos y le dije a María que les sirviera una ronda de cerbatanas y que pusiera en su mesa unos frijolitos refritos con harto chile y unas tortillas de máiz morado. Los compas me agradecieron el gesto. Lo que me dijeron y gritaron a los cuatro vientos, con la voz que se les quebraba a cada frase, amigas juaristas, no lo puedo poner aquí en este espacio. Pero fueron cebollas, alacranes, víboras, caracoles, atizas, jijos, ajos, hijos, rayos y centellas los emitidos por sus bocas sedientas de justicia y plenas de rabia inaudita. Los diputados y las diputadas y los señores senadores tampoco salieron bien librados por la ira popular de la mesa cinco de Mi Oficina. A estos seres, despreciables por demás, los políticos, no les llegó a sus oídos lo expresado con voz estentórea por los despedidos compas. Decían que habían votado para que desde sus curules implementaran, defendieran a la clase trabajadora. María, mi bellas y solidaria María, murmuró: -“Sí, chucha, cómo no, ya me imagino a los “señores” diputados defendiendo al sindicalismo, al obrero, al campesino, al estudiante, a la ama de casa; si, chucha, ya mero”-. Yo me sequé las de cocodrilo, le di un abrazo a María y al oído le dije que a las doce de la noche pasaba por ella, para que me consolara, para que me dijera palabras amor, y que sus brazos hicieron conmigo todo. Dijo que sí. Lástima que los trabajadores despedidos por el capitalismo feroz no tengan mi suerte. Digo ¿no? Vale. Abur.