28 de octubre 2009

Llegué presuroso a Mi Oficina. María, de inmediato me puso una ringlera de tres caballitos de tequila blanco, sí, le atinó usted, lectora insumisa y no panista, del que raspa, ni más ni menos. Los fui apurando uno a uno, lentamente, ricamente, reposadamente. Ese fuego líquido y dionisíaco y pleno me trajo la calma. Cuando terminé el tercero ya respiraba con tranquilidad, ya mis ideas llegaban a mi cabeza con claridad meridiana. Afuera, en la calle pasó una columna interminable de trabajadores despedidos, eran los del SME. Yo, desde mi mesa, contemplaba el rostro de hombres y de mujeres que rabiaban su pena, que lloraban de coraje, que clamaban por justicia y por el respeto a los derechos de los trabajadores, que gritaban contra el fascismo imperante y explotaban de ira al referirse a las injusticias y al abuso y a la represión implementada por el calderonismo. María notó mi preocupación y vio que mi cara también se ponía roja, y no por los tequilas, sino por el coraje solidario y por que todos los trabajadores somos las víctimas propiciatorias de una política entreguista y lapidaria. Luego mi bella y seductora María, para que yo tratara de encontrar, dentro del mal imperante, alguna calma, me puso un molcajete con un guacamole y un queso Cotija y unas tortillas de máiz morado y unos chilitos verdes que rechinaban de picosos. Luego en la rocola puso a Chava Flores que cantaba aquello de “A qué le tiras cuando sueñas mexicano…”. El griterío de afuera me hizo pensar en Marx, y como estaba preparado, tomé de mi portafolios mi libro que contiene el Manifiesto Comunista y El Capital. Empecé a leerlos. Cada página era un nuevo hallazgo, cada línea de Karl me dejaba con otro sabor de boca. Sus ideas me ayudan a entender las enormes contradicciones en las que se debaten las sociedades modernas. Cuando llegué a Mi Oficina eran las dos de la tarde. María había atendido a infinidad de paisas. Esa lectura me absorbió por completo, las horas bailaron a mi alrededor. La noche había llegado y yo apenas había leídos unos cuantos capítulos. Sentí una mano rica y cariñosa, era María que me enseñaba el reloj que marcaba ya las doce de la noche. Me guiñó un ojo. Era la señal para salirnos de allí y emprender el viaje placentero y lúdico. Pero no me olvidé de los obreros despedidos, no. Vale. Abur.

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